«Si la novela es un bricolage de películas,
también reproduce una sintaxis típica del psicoanálisis. Después que Valentín
lo posee, Molina dice: "Yo creo que desde que era chico que no me siento
tan contento. Desde que mamá me compraba un juguete, o algo así" (p. 224). Y Valentín:
"Que me digas si te acordás de algún juguete que te gustó mucho, el que más
te gustó, de los que te compró tu mami". A
lo que responde Molina: "Una muñeca bien rubia, con trenzas, y que
abría y cerraba los ojos, vestida de tirolesa" (p. 226). La experiencia sexual
aparecería aquí equiparada al intercambio de un fetiche. Pero no falta en la novela una dimensión integral del
encuentro erótico en tanto peripecia, es decir, trastrocamiento de la
situación, en que el sujeto no sólo
obtiene lo que codiciaba, sino que se ve
trocado, por así decir, en otro sujeto. Pensemos en que los
films narrados, en sus momentos culminantes, figuran simplemente una superficie
de reflejo: "Hay una luna llena sobre la ciudad de París, el jardín de la
casa parece plateado, los árboles negros se recortan contra el cielo grisáceo,
no azul, porque la película es en blanco y negro" (p. 62). "La cámara
entonces muestra la cara de ella en primer plano, en unos grises divinos, de un
sombreado perfecto, con una lágrima que le va cayendo. Al escapar la lágrima
del ojo no le brilla mucho, pero al ir resbalándole por el pómulo altísimo le va brillando tanto como los diamantes
del collar. Y la cámara vuelve a enfocar el jardín de plata" (pp. 62-63).
Esa superficie de reflejo opaco-brillante, restringida por el medio cinematográfico
a blanco y negro, figura el propio "beso" de la mujer-araña: no otro
sino el beso satinado de la pantalla, o página, o textura, lo que al decir de
Lautréamont es la membrana que separa al autor del lector. La pantalla satinada equivale a la mirada en tanto superficie
reflejante de un deseo que permanece, en último termino, inasible, en tanto la
metonimia del discurso resulta insuficiente; o de un sujeto que, en cuanto tal, recae en el borde ciego de la
elisión metafórica. Leni, la estrella femenina de una película nazi narrada
por Molina, posee esa mirada
evocadora de los ojos de Garbo:
"A mí me da miedo cada vez que
me acuerdo de esa pieza que canta, porque cuando la canta está como mirando fijo
en el vacío" (p. 58, yo
subrayo). Los ojos vuelven a aparecer cuando Molina evoca su antigua atracción por un mozo de restaurant: "Porque tiene unos ojos claros, verdosos,
entre pardos y verdes, grandísimos, que le comen la cara parece, y la mirada es
lo que lo traiciona. En la mirada se le nota a veces, que se siente mal, triste. Y eso fue también lo me
atrajo, y me dio más y más ganas
de hablarle" (p. 71). Los ojos
"comen la cara", es decir, destruyen la figuración: son en definitiva
ojos ciegos, volcados hacia el vacío, que abren un agujero en el pleno de la
representación. A través de ese agujero puede trasvasarse o trastrocarse el
sujeto en el instante cumbre de la peripecia. Cuando Molina es poseído por
Valentín, le pide que le deje tocar un lunar que éste tiene encima de la
ceja. Después del acto sexual, Molina dice: "Ahora sin querer me llevé la mano
a mi ceja, buscándome el lunar", y responde Valentín: " ¿Qué lunar? ... Yo tengo un lunar, no vos". Y Molina concluye:
"Si, ya sé, pero me llevé
la mano a mi ceja, para tocarme el lunar... que no tengo" (p. 222). El
lunar, o la mirada, centro oscuro abierto al vacío, da al proceso erótico su
dimensión cabal: el sujeto escapa a la imagen especular, al ego constituido
frente al espejo. Trascender el ego, perder la identidad es la máxima ambición
del sujeto; es lo que Freud llamó instinto de muerte. Molina confiesa a Valentín:
"Cada vez que has venido a
mi cama... después. . . quisiera, no despertarme más una vez que me duermo... Pero no es una
cosa que se me pasa por la cabeza no mis, de veras lo único que pido es
morirme" (p. 239).»
R. Echavarren, “El
beso de la mujer araña y las metáforas del sujeto”, en Revista Iberoamericana, 44, 1978, pp. 71-72.
Greta Garbo