martes, 1 de noviembre de 2011

La mirada ciega de Leni o cómo perder la identidad


«Si la novela es un bricolage de películas, también reproduce una sintaxis típica del psicoanálisis. Después que Valentín lo posee, Molina dice: "Yo creo que desde que era chico que no me siento tan contento. Desde que mamá me compraba un juguete, o algo así" (p. 224). Y Valentín: "Que me digas si te acordás de algún juguete que te gustó mucho, el que más te gustó, de los que te compró tu mami". A  lo que responde Molina: "Una muñeca bien rubia, con trenzas, y que abría y cerraba los ojos, vestida de tirolesa" (p. 226). La experiencia sexual aparecería aquí equiparada al intercambio de un fetiche. Pero no falta en la novela una dimensión integral del encuentro erótico en tanto peripecia, es decir, trastrocamiento de la situación, en que el sujeto no sólo obtiene lo que codiciaba, sino que se ve trocado, por así decir, en otro sujeto. Pensemos en que los films narrados, en sus momentos culminantes, figuran simplemente una superficie de reflejo: "Hay una luna llena sobre la ciudad de París, el jardín de la casa parece plateado, los árboles negros se recortan contra el cielo grisáceo, no azul, porque la película es en blanco y negro" (p. 62). "La cámara entonces muestra la cara de ella en primer plano, en unos grises divinos, de un sombreado perfecto, con una lágrima que le va cayendo. Al escapar la lágrima del ojo no le brilla mucho, pero al ir resbalándole por el pómulo altísimo le va brillando tanto como los diamantes del collar. Y la cámara vuelve a enfocar el jardín de plata" (pp. 62-63). Esa superficie de reflejo opaco-brillante, restringida por el medio cinematográfico a blanco y negro, figura el propio "beso" de la mujer-araña: no otro sino el beso satinado de la pantalla, o página, o textura, lo que al decir de Lautréamont es la membrana que separa al autor del lector. La pantalla satinada equivale a la mirada en tanto superficie reflejante de un deseo que permanece, en último termino, inasible, en tanto la metonimia del discurso resulta insuficiente; o de un sujeto que, en cuanto tal, recae en el borde ciego de la elisión metafórica. Leni, la estrella femenina de una película nazi narrada por Molina, posee esa mirada evocadora de los ojos de Garbo: "A mí me da miedo cada vez que me acuerdo de esa pieza que canta, porque cuando la canta está como mirando fijo en el vacío" (p. 58, yo subrayo). Los ojos vuelven a aparecer cuando Molina evoca su antigua atracción por un mozo de restaurant: "Porque tiene unos ojos claros, verdosos, entre pardos y verdes, grandísimos, que le comen la cara parece, y la mirada es lo que lo traiciona. En la mirada se le nota a veces, que se siente mal, triste. Y eso fue también lo me atrajo, y me dio más y más ganas de hablarle" (p. 71). Los ojos "comen la cara", es decir, destruyen la figuración: son en definitiva ojos ciegos, volcados hacia el vacío, que abren un agujero en el pleno de la representación. A través de ese agujero puede trasvasarse o trastrocarse el sujeto en el instante cumbre de la peripecia. Cuando Molina es poseído por Valentín, le pide que le deje tocar un lunar que éste tiene encima de la ceja. Después del acto sexual, Molina dice: "Ahora sin querer me llevé la mano a mi ceja, buscándome el lunar", y responde Valentín: " ¿Qué lunar? ... Yo tengo un lunar, no vos". Y Molina concluye: "Si, ya sé, pero me llevé la mano a mi ceja, para tocarme el lunar... que no tengo" (p. 222). El lunar, o la mirada, centro oscuro abierto al vacío, da al proceso erótico su dimensión cabal: el sujeto escapa a la imagen especular, al ego constituido frente al espejo. Trascender el ego, perder la identidad es la máxima ambición del sujeto; es lo que Freud llamó instinto de muerte. Molina confiesa a Valentín: "Cada vez que has venido a mi cama... después. . . quisiera, no despertarme más una vez que me duermo... Pero no es una cosa que se me pasa por la cabeza no mis, de veras lo único que pido es morirme" (p. 239).»

R. Echavarren, “El beso de la mujer araña y las metáforas del sujeto”, en Revista Iberoamericana, 44, 1978, pp. 71-72.



Greta Garbo